América

DIARIO PSICODÉLICO: Día II

Día 2 | Las aguas

Me desperté feliz. Muy feliz. No podía creer haber dormido tan cómoda, tan calentita, tan profundo. Lista para arrancar el día. O eso creía yo: medio dormida todavía, fui a la mesa donde nos habían dicho la noche anterior que íbamos a desayunar, y mientras saludaba a los chicos, escucho risas. Los miro bien. Upsss. No era mi grupo. Levanto la mirada y los veo dos mesas más allá. Ahora sí.

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Después de desayunar, arrancamos hacia las lagunas. Era su día. De las lagunas y los flamencos. Los mismos flamencos que alguna vez vi en Atacama y en la Reserva de Sama, sólo que esta vez los tenía ahí, ahicito, demasiado cerca. Primero fuimos a la laguna Cañapa, y cuando empezamos a acercarnos al lago, mi sonrisa iba de oreja a oreja. El lago, turquesa, está rodeado de paja brava, una plantita amarilla que crece hasta los 4.600 msnm. Las partes secas del lago, blancas por el bórax, contrastaban con el agua azul. Los flamencos, con sus plumas rosadas y blancas eran el punto de atracción de todos los que estábamos ahí.

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 Cuando vuelvo al jeep, donde ya estaban todos como de costumbre, me dicen “ahora no hay problema, pero mañana nadie va a ser tolerante si pierde su bus”. Definitivamente, odio los tours. No son para mí. Odio eso de “tienen 15′ para fotos y seguimos”, que me corran con los tiempos. Odio el llegar a un lugar a la misma hora que todos los tours y que todo esté lleno de personas. Odio eso de que todo esté estructurado, sin ánimo de flexibilidad. Odio eso de no poder descubrir las cosas por mí misma, de no poder ir-a-ver-eso-que-está-allá-y-me-llama-la-atención. Odio que me digan qué tengo que hacer en cada momento. Odio no poder quedarme el tiempo que quiera, que necesite, en un lugar. Odio no poder disfrutar los paisajes en tranquilidad, en silencio. Odio depender de alguien y que otros dependan de mi. Odio los tours, eso lo resume todo. Por eso sólo los tomo cuando son la única alternativa posible.

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Seguimos camino, y pasamos por la Charcacota, más tarde cruzamos fugazmente la Honda -que estaba bastante seca, más que el resto, y hasta donde vimos un grupito de alpacas pasando-, y después fuimos a la Hedionda. Lindo nombre, eh. Sobre todo para parar a almorzar. La laguna tiene altos contenidos de azufre, por lo que ese olor fétido, fuerte, se siente mucho antes de estar cerca del borde. Sin embargo, no hace falta caminar mucho para olvidarse de los olores y de cualquier otra cosa que no sea ese paisaje, esas montañas, esas aguas transparentes, esos flamencos de plumas rosas intensas piconteando el lago. Yo estaba chocha, feliz: no podía creer tener los flamencos tan cerca, verlos tan claros, poder ver tan detalladamente sus plumas y sus picos: no podía parar de sacarles fotos.

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Después de pasar por el llamado “Árbol de piedra”, y trepar por las distintas formaciones que había por el lugar, fuimos a la Laguna Colorada. Nuestra última laguna. El broche de oro. La atracción principal de Uyuni es el Salar, el cual es increíble, pero esto realmente no me lo esperaba. Un manto rojo, intenso, furioso, ahí donde tendría que haber una superficie azul. Algas y plancton que cubren casi totalmente los 60 km2 del lago, y que se entrecortan con líneas de agua pura que asoman, y las orillas salpicadas de blanco por los depósitos de sodio, magnesio, bórax y yeso. Una inmensidad roja que se transforma en un paisaje difícil de creer. Psicodélico. Me acordé: hacía unas semanas, alguien que había estado ahí me había estado contando del viaje y me había hecho ese comentario “es psicodélico”Yo no quería hacerme ninguna expectativa, no quería imaginarme nada en especial, no quería estar esperando una laguna roja –aunque el nombre lo indicara- y llegar al lugar y sentirme desilusionada. Pensé tan poco acerca de las lagunas, me olvidé tanto de ese comentario, que llegué y me deslumbré. Después de caminar un poco a lo largo de la laguna, simplemente me senté en la arena, a mirar, a contemplar, a respirar el paisaje. A tratar de sentirlo con todos mis sentidos, a no perderme de nada, a tratar de llevarme un pedacito conmigo.

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En las piedras en los alrededores del Árbol de piedra.

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Estaba levantándome para volver al jeep, cuando lo veo a nuestro guía buscándome. Estoy yendo, no se me molesten, si total ya terminamos el día. Después de anotarnos en el registro y pagar la entrada a la Reserva Natural Fernando Avaroa, vamos directo al refugio. En el primer lugar, lleno. Vamos a otro, lleno también. Por esto es que teníamos que llegar temprano, los refugios se llenan enseguida, vienen jeeps de Uyuni, de Tupiza y el que llega primero tiene lugar, acá no hay señal de teléfono ni de radio para hacer reservas, nos dice nuestro guía. ¿Tengo que sentirme culpable por haber demorado cinco o diez minutos más en las paradas? No habíamos sido el último jeep en la entrada al Parque, de hecho quedaban por lo menos cinco más detrás nuestro. ¿Se supone que los jeeps salen y salen, sin ninguna previsión de hospedaje? ¿Qué pasaría en el caso de que el refugio se llene completamente, tienen algún plan B? No quise preguntar mucho, en esos minutos entre “está lleno” hasta “acá hay lugar” sentía toda la tensión en el ambiente, sobre todo sobre mí.

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Este refugio era mucho más frío, se respiraba el aire más helado, las paredes más grises. Los grupos empezaron a sacar cartas, jugar, y tomar el té de la tarde. A la hora nos trajeron la sopa, un vino tinto, y después las pastas, que parecían que se habían quedado a mitad de cocción. Después de la cena, todos siguieron jugando a las cartas, alguien prendió la estufa a leña que estaba al lado nuestro, y yo me acurrucé cerquita a leer, cosa de calentarme un poco antes de irme a acostar.

Poco podía concentrarme en las palabras de mi libro, con tantas risas, carcajadas, idiomas y charlas alrededor mío. Empecé a sentir fuerte la falta de compañía, el ni siquiera haber enganchado un buen grupo de viaje, personas con las que reír y charlas animádamente. Aunque Iván, el señor ucraniano, era buena onda y cada tanto conversábamos, los cuatro chicos de Inglaterra eran bastante mundo aparte. Jugaban a las cartas, entre ellos cuatro. Conversaban, entre ellos cuatro. Si abrían un paquete de Pringles, las compartían entre ellos. Sentía mucho esa falta de hablar y reír y compartir durante esos días, especialmente por verlo constantemente en los otros grupos alrededor. Estaba extrañando con fuerza viajar con alguien, tener un grupo compinche, pasar las horas de espera riendo, irme a dormir todavía conversando. No quería que ese sentimiento le gane a todo lo que estaba viendo y conociendo, que unos días sola me hagan decaer el ánimo. Porque a mí no me molesta para nada viajar sola, estoy acostumbrada; pero sentirse sola entre tanta gente es diferente, me genera un sentimiento de soledad que no lo tengo ni aunque esté yo sola en el medio de la nada. 

Traté de leer mi libro, concentrarme. Cuando la leña se acabó y la estufa ya ni entibiaba, me fui a dormir. Al día siguiente teníamos que madrugar, y nada mejor que dormir para despertarme con ánimo.

Para seguir leyendo sobre el resto de los días:

DIARIO PSICODÉLICO: Día I

DIARIO PSICODÉLICO: Día III

Me gusta ver este blog como un espacio en el que compartir mis viajes para animarte a que vos también te lo hagas. Vas a encontrar historias, fotos, info útil y consejos para te animes y des el primer paso.

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