Ecuador

ELOGIO A LA BICICLETA

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Una foto mía con ilustración de Jazz Buitrón, quién, además, se unió a compartir dos días de ruta.

Me cuesta. Me cuesta escribir sobre un lugar que me llenó tanto. Me cuesta encontrar las palabras justas, la expresión exacta, lo que realmente sentí esos días.

Volví al texto una y otra vez. Leí lo que tenía escrito: frases de un libro. Busqué el cuaderno de ese entonces: faltaba algo. Vuelvo al texto y trato de pensar qué contar, cómo hacerlo. No quiero centrarme en lo que vi: caminos de tierra, casitas al costado del camino, pocos autos, montañas verdes, aire fresco, pueblos con adoquín. No quiero hacerlo porque no fue lo más importante, lo que en realidad me llevé. No sé si podré hacerlo. Y no sé qué saldrá.

Reeleí la primera de esas frases: “Viene a decir que si te mueves en transporte público (no hablemos ya en coche) te restringes a unos itinerarios mas o menos fijos. […] Por eso cuando empiezas a moverte en bici es como si tuvieras poderes.”

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La leí un par de veces, como tratando de entender algo más. Y entendí algo más: creo que si tengo que elegir una palabra para definir por qué me gusta la bicicleta, es libertad. Debe ser por eso que ese tramo del viaje me gustó tanto y me cuesta hablar de él y definirlo (¿tengo que?) y tratar de contar todo lo que fue: porque más allá del paisaje y lo que pasó y lo que no pasó, y donde llegamos y donde no llegamos, la realidad fue el por qué, la razón detrás de todo eso.

Los viajes, la bici, los caminos, las personas; todos me han ido enseñando. Pero la bici, además, me enseñó mucho sobre mí misma. O me acercó a los caminos y las personas que me han enseñado sobre mí misma.

De Pifo a Cayambe la ruta fue estrecha, con muchos camiones, sin banquina y lluvia ligera casi toda la tarde: 57 km de montaña para arriba y para abajo, una estación de servicio en la que paré para preguntar por los bomberos y un señor que me dejó la merienda pagada y un buen viaje, y más tarde los bomberos que me recibieron como si me hubiesen estado esperando. A la mañana siguiente Jazz llegó a Cayambe para pedalear juntas hasta Ibarra, su ciudad. Su mochila fue a parar arriba de mi alforjas, tomamos un café con bizcochos a la salida de la ciudad y doblamos a la derecha: Ayora.

Montar en bicicleta devuelve, por un lado, un alma de niño y, a la vez, nos restituye la capacidad de jugar y el sentido de lo real. Así, el empleo de la bici constituye una especie de recordatorio, pero también de formación continua para el aprendizaje de la libertad, de la lucidez y, a través de ella, tal vez, de algo que se asemejaría a la felicidad.

No puedo evitarlo. Aunque haya visto decenas de veces las sierras, las casas de adobe, los caminos en vaivén, no puedo evitarlo: me siguen enamorando. Es que esa es mi libertad: disfrutar y disfrutarme en el camino, perder la noción del tiempo, disfrutar el camino, no contar kilómetros, parar a sacar fotos acá y a merendar allá, cambiar el destino sobre la marcha, saber que estoy ahí porque pude llegar, parar sólo a mirar y respirar. Para mí esa es la felicidad de andar en bici.

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La bicicleta es una experiencia de eternidad: montar en bicicleta (o volver a hacerlo luego de un tiempo) se asemeja a la experiencia que se tiene en la la playa cuando el que se tiende en la arena y cierra los ojos experimenta la sensación de reencontrarse con su infancia o, más exactamente, con las sensaciones, que al no tener edad, escapan a la acción corrosiva del tiempo.

Miento si digo que no saber dónde pararé cada noche no me genera algo. Me produce una mezcla entre curiosidad, emoción y ansiedad, un preguntarme dónde será, cómo llegaré y cómo será. Parece un juego, un adivina adivinador en el que sólo yo gano o pierdo. Pero no por eso deja de ser real.

Creo que la bici te conecta: con vos mismo, con los otros, con la naturaleza, con la ruta, con tus sentidos. Te conecta de verdad, no a través de wifi. No dependés de una pantalla y una buena conexión, sino de cuán bien funcione esa otra energía invisible: la predisposición. Volvés a ser un niño, o sacás a tu niño interno: disfrutás de la cosas sencillas (porque para mí, eso lo perdemos cuando empezamos a ver tele y nos comemos todas las publicidades), amás comer sentado en el pasto, llegar al final del día con las piernas con marcas de la cadena, los pedales y algo de barro te pone feliz, querés tocar y oler todo, estar mucho tiempo quieto te pone ansioso.

La bici me ha acercado a muchas casas donde los nenes son los primeros que se entusiasman, los que me quieren llevar a todos lados y los que no quieren que me vaya (hasta me he quedado más tiempo en algún lado porque ellos me lo pedían). Ellos son la conexión, los que no piensan ni les importa de dónde venís, a dónde vas, por qué estás ahí, qué hacés. Sólo les interesa el hecho de que estés ahí. Son así de puros y sencillos.

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Jazz y su bici.

La bicicleta como una escritura libre y hasta salvaje, una experiencia de escritura automática, de surrealismo en acto, o, por el contrario, una meditación más construida, casi experimental, a través de lugares previamente seleccionados por el gusto refinado del bicipaseante.

Y así como la bici te conecta, también te libera. Te conecta con vos y con tu alrededor, y te libera de la mente. Conecta el espíritu y libera el pensamiento. Y fluye. Para mí pedalear es una forma de meditación activa. Al fin y al cabo, meditar no es poner la mente en blanco, sino conectar cuerpo y espíritu, estar presente. No es vaciarse, sino llenarse de sentidos.

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Pueblos en el camino

El mundo exterior se nos impone concretamente, en sus dimensiones más físicas. Nos ofrece resistencia y nos obliga a un esfuerzo de voluntad, pero al mismo tiempo, se nos abre como un espacio de libertad íntima y de iniciativa personal, como un espacio poético, en el sentido pleno y primero del término: como poiseis o creación.

En un momento se largó a llover. Pero a llover en serio: nada de llovizna, de gotitas que humedacían. Era lluvia fuerte, a baldazos, con furia, de esas que te traspasan el impermeable y el pelo te chorrea y la tierra se convierte en barro en un instante. Jazz me estaba esperando bajo el techito de una casa y yo llegué con una sonrisa. Adiviná dónde dormimos esta noche. No le di tiempo de la emoción; se suponía que esa noche íbamos a dormir en la casa de su abuela, en un pueblito antes de Ibarra. En la Hacienda Zuleta, le digo. Jazz no sabía qué hacer primero: si creerme, si preguntarme cómo era posible, si ponerse a saltar de la alegría. Y sí: un rato antes me había cruzado al dueño y me dijo que les gustaba recibir gente, que él iba a avisar que nosotras estábamos en camino, que nos invitaba a pasar la noche allí. La magia de la bici.

Y eso también me enseñó la bici: los cambios de planes y que contra el tiempo no puedo hacer nada. Muchos me preguntan qué hago si llueve, y la verdad es que todo depende. En ese momento llovía a cántaros y no había ni un techo donde refugiarnos, sin contar que sabíamos que teníamos un lugar donde llegar y poder ducharnos y estar calentitas. No nos importaba mojarnos, no te podés enojar por el agua mientras no te oxides.

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La Hacienda Zuleta fue construida en el siglo XVI, y perteneció a los Jesuitas, al Canon Gabriel Zuleta (a quien debe su nombre) y finalmente a José María Plaza, para luego pasar de generación en generación. Es muy conocida en Ecuador por uno de sus dueños, Galo Plaza Lasso, ex presidente del país, y debido a que cada año la festividad de San Juan culmina allí. Hoy en día funciona como hostería, tiene una fábrica de quesos y un proyecto de rescate de cóndores, entre otros. Y la parte turística la maneja uno de los nietos de Galo Plaza, que es a quien me crucé.

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Una de las chimeneas de la Hacienda.
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La leña afuera de nuestro cuarto

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El ventanal ideal detrás del cual sentarse a escribir…

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Disfrutamos la Hacienda lo más que pudimos: un café calentito cuando llegamos empapadísimas, la ducha caliente y la estufa en el cuarto, los libros por todas partes, la cena con una voluntaria del centro de cóndores y una ¿antropóloga era?, los sillones frente a las chimeneas, la bolsa de agua caliente y el acolchado blanco mullido, escribir en la mesa frente a un ventanal, la jarra de jugo, los jardines verdes. Por suerte está Jazz también, y le pregunto si es real, si de verdad estamos ahí. Sino, capaz después nadie me cree y yo pienso que fue un muy lindo sueño. Viajando en bici me pasan cosas que a veces me hace dudar de la realidad, me hace preguntarme si todo no sucede en un mundo paralelo.

Al día siguiente nos tocó irnos, y pasamos Zuleta despacito, como si eso asegurara que los adoquines de las calles y los colores de las casas y las flores de los bordados se quedarían más tiempo en la memoria. Se largó a llover de nuevo y esperamos en un cuartito abandonado de una casa donde no había nadie. Pedaleamos un poco más, bajando despacio, cuidado que no se me desbalanceen las alforjas. Saqué fotos a los pinos estos y a la casita aquella y sentí un ruido raro. No quería creerlo, pero sí: un alambre de púa se había encargado de pincharme la rueda trasera. La otra gran pregunta, qué hago si se me pincha una rueda. Tengo todo para arreglarla, pero era tarde y nos quedaba media hora de luz. Caminé todo lo que pude, hasta que pasó un camión y le pedimos que nos lleve hasta La Esperanza, que la bici la arreglo ahí en la casa de la abuela de Jazz.

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Salienda de la Hacienda Zuleta.
Las callecitas de Zuleta
Zuleta y sus calles y su verde y sus flores.
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Llovía. Mucho.

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La perfección de la imperfección.
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Rutas húmedas

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Todas las invitaciones a la pasividad – que constituye para muchos individuos su relación con los diversos medios y la vida- se desvanecen en cuanto montan en bici. El ciclista pasa a ser el responsable de sí mismo e inmediatamente toma conciencia de ello. Simultáneamente cobra conciencia del lugar que le corresponde, el cual puede recorrer en todos los sentidos, así como de los itinerarios que lo alejan de ese lugar y de aquellos otros que lo traen de regreso. Y si además, tenemos en cuenta que en general la práctica de la bicicleta nos ofrece la posibilidad de sumergirnos en los recuerdos de la infancia y en la continuidad de la propia vida, podemos llegar a la conclusión de que la experiencia de la práctica ciclista es una prueba existencial fundamental que asegura la conciencia identitaria de aquellos que se entregan a ella: pedaleo, luego existo.

Mi último día de pedaleo terminó sorpresivamente, fuera de todo plan o expectativa. Una noche en La Esperanza y una bajada rápida a Ibarra. Y mi bici sigue ahí, libre, esperándome.

 

***

Todas las frases pertenecen al libro “Elogio a la bicicleta”, de Marc Augé.

Y, si les interesa, este es el mapa del camino que tomamos de Cayambe a Ibarra. Más que recomendable.

El camino fue: Cayambe – Ayora – Olmedo – Zuleta – Magdalena – La Esperanza – Ibarra

Me gusta ver este blog como un espacio en el que compartir mis viajes para animarte a que vos también te lo hagas. Vas a encontrar historias, fotos, info útil y consejos para te animes y des el primer paso.

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