La vida misma

ABUELO:

Ya pasaron casi dos meses. Volví hace dos semanas y hoy busqué fotos en las que estés vos y, sobre todo, fotos en las que estemos juntos. Hay pocas, poquísimas. Las que hay, son de cuando tenía uno o dos años. Me mirás con tanto amor. Encuentro otra de cuando tenía unos siete, también. El año pasado, un mediodía de los tantos que fui a comer a tu casa, nos tomé una foto: quería, necesitaba, actualizar ese recuerdo. Estabas pelando una mandarina, me senté a tu lado y te pusiste un gajo en la boca. Me diste uno a mí para que haga lo mismo. Te reías. Nos saqué tres fotos. La abuela preguntó que qué hacíamos haciéndonos los pavos, que qué hacías vos haciéndote el pavo. Yo amaba esa parte de vos.

Esa mandarina era mi excepción: solo comía fruta después de almorzar en tu casa. Era la alquimia de lo compartido, ese acto cotidiano que me unía a vos. Sospecho que fue un germen: cuando comparto una comida con alguien de esa forma -quiero decir, mi plato es tu plato, comer con las manos y darle al otro, esto es para los dos-, lo hago porque siento un amor muy profundo por esa persona. Es regar una planta: nutrir las raíces para que crezca sin saber cómo serán sus flores.

En un sobre con fotos encuentro varias de vos con la abuela: en la playa, en tu casa, en algún otro viaje. Deben ser a tus 40, 50 años. Están felices. Se las doy a Pablo: Mirá el abuelo, qué joven que está, le digo. Tuve la misma sorpresa que hace muchos años atrás: la ridícula sensación de darme cuenta de que los abuelos no siempre fueron abuelos.

Cuando busco la foto de la mandarina encuentro una en la que estás con papá, una tarde de invierno hace seis años atrás en la que fuimos a remontar barrilete en un camino rural. ¿Te acordás? La abuela quería ver el campo donde se crió, vos querías probar tu barrilete. Un barrilete doblemente tuyo: lo habías hecho vos, como me has hecho cuadernos, cajas y la compostera que pintaste de un celeste terrible pero para vos era hermosa. Te ves tan ágil, tan vital, tan feliz. En esa foto tenías 84 años y un nene de seis correteando por dentro.

El día que volví de viaje y te vi en la silla de ruedas me pareció ver solo un cascarón. Hacía dos meses y medio que no te veía. Cuando me fui, le puse pausa a una imagen: manejabas, te reías, trabajabas en tu taller, ibas y venías. Cuando volví, la cinta se dañó y la imagen que me devolvió era otra: jugamos un yenga y no te alcanzaba el aire, jugamos una mano de chinchón y pediste acostarte. Apenas largaste un puñado de palabras: me preguntaste qué tal el viaje, te mostré fotos, hice de cuenta que era lo más normal de nuestro mundo que estuvieras acostado un día a las once de la mañana. No lo era. Por dentro me inundaba la certeza de que ahora solo había que esperar. Te dije te amo tanto como pude. 

Siempre tuve, no sé, ¿miedo? de estar lejos y que vos, o la abuela, o mi otra abuela, fallecieran. No sé si es la carencia de la palabra exacta en español o yo que no logro definirlo en un solo término: lo desubicada que me sentiría estando de viaje, lejos en tiempo y espacio, y que alguien a quien amo muera.

Tantos años y tantos viajes y que tu muerte me haya encontrado en Rafaela fue mitad casualidad y mitad no. Tal vez es un pensamiento egoísta, pero eso me daba tranquilidad: estar ahí, con vos, los últimos días. Estoy esperando a mi nieta, cuando llegue me va a dar un abrazo calentito, le dijiste a Pedro. Me lo contó cuando me dijo que creía que estabas esperando a que volviera para fallecer. Unos días antes me lo dijo papá, por whatsapp, porque se le quebró la voz cuando me lo quiso decir por teléfono. Yo también lo pienso, papi.

Y me esperaste para, esta vez, irte vos. Te fuiste apagando como una vela, como un motor que pierde potencia hasta detenerse. Los últimos días, en que me acostaba al lado tuyo y te acariciaba la cabeza y te daba la mano, sentía que disfrutaba lo último de ese calor. Saber que fuiste feliz y que te fuiste cuando dejabas de ser vos equilibra la balanza de la tristeza.

El día que falleciste, después del entierro fui a tu casa para acompañar a la abuela. Es raro no verte ahí, ¿sabés? Abrí la puerta que da al patio y miré la silla en la que siempre estabas sentado cuando hacía calor, rodeado de helechos. Miré la silla y te vi a vos, y me lamenté de no tener una foto tuya ahí. O en tu taller. O preparando el vermú. ¿Por qué no tenemos fotos de los momentos cotidianos? ¿Tan comunes y poco valiosos nos parecen que no los creemos dignos de registro? Me pregunto por qué, si el día a día es lo que construye nuestra vida, a veces le asignamos menos belleza que a aquello que sucede de a ratos.

La abuela te extraña tanto. Sesenta y tres años juntos. El otro día me contó que se fue a acostar y te preguntó, o le preguntó al aire, si ya estabas dormido. Me hace acordar al libro de Joan Didion en el que cuenta que no quiere regalar la ropa del marido porque cuando vuelva no va a tener que ponerse. No debe ser fácil afrontar ese vacío. No se cansa de decir que si por lo menos no hubieras sido tan bueno no te extrañaría tanto. 

Yo me quedo con una bolita de recuerdos que de pequeña no tiene nada: tiene tus ojos celestes, la felicidad de vernos, el orgullo con el que contabas el viaje a Córdoba en moto por caminos de tierra porque eso sí fue un viaje, la cantidad de veces que cocinaste para mí, los juegos de cartas, los chistes que me hacías y, sobre todo, con lo más hermoso que un abuelo puede dejarle a una nieta: el privilegio de ese amor durante tantos años.

Me gusta ver este blog como un espacio en el que compartir mis viajes para animarte a que vos también te lo hagas. Vas a encontrar historias, fotos, info útil y consejos para te animes y des el primer paso.

Escribe un comentario