Yo sabía de él, pero no esperaba verlo. No ahí. No sabía que iba a encontrármelo. No estaba en mis planes. Pero pasó.
Una tarde me lo encontré. Quedamos de frente, cara a cara. Él y yo. Él era tan grande, tan imponente. Su piel se veía suave, dorada bajo el sol cálido del otoño, que nos calentaba la piel. Apenas cruzamos miradas, supe que había hecho lo correcto: me encantó al instante, fue amor a primera vista. Me sentía tan cómoda con él -y en él-, que no hacían falta las palabras, el silencio bastaba para entendernos. Todo estaba claro desde el principio, no tenía secretos para mí, yo no tenía secretos para él, podía verlo todo aunque -irónicamente- sé que nunca terminaría de conocerlo.
Pasamos la tarde juntos, él y yo. La noche también; eso lo supe incluso antes de conocerlo. El cielo negro lo descubrió de otra forma: más profundo, más surreal, más brillante. La luz de la luna me dejaba entrever su forma, sus contornos. Esa noche dormimos juntos, él y y yo, mirando las estrellas titilar como pocas veces, contando estrellas fugaces.
Al día siguiente, no quería irme. Sabía que era demasiado pronto. No todavía. Quería un día más y una noche más con él. No se resistió demasiado, aceptó enseguida. El sabía que lo necesitábamos, que necesitábamos más horas juntos. Ese día me mostró otras caras suyas que no me esperaba. Me encantó también: se veía más vida en él, su cara se llenaba de otros colores, de su piel brotaban otros aromas. Y esa noche no hubo estrellas, pero hubo nosotros. Nos quedamos dormidos mientras la fogata se consumía lentamente, así, piel con piel, sintiendo el viento fresco pegarnos en la cara.
Esa mañana nos levantamos temprano, queríamos ver el amanecer. El sol se asomaba dorado por entre los árboles y las nubes, mientras la luna todavía estaba arriba, bien arriba. Después del desayuno nos despedimos; ahora sí, tenía que irme. La vida sigue, a mí me esperaban en otros lados, él se iba a quedar ahí para siempre. Nos despedimos, nos contemplamos por última vez, me subí al jeep y me fui, dejándolo atrás.
Escuché un susurro, y presté atención. Era un idioma raro, pero estoy segura que entendí lo que me dijo: “volveremos a encontrarnos, eso lo sé. Acá o en otro país, de jóvenes o de viejos, pero volveremos a vernos”.
*
*
*
*
*
*
Yo también lo sabía: esa había sido mi primera, pero no mi última vez en el desierto.
22 Comentarios
Pingback: Un encuentro, miles de encuentros - Ir Andando
Gracias,que páginas…Felicitaciones
Pingback: ESBOZOS DE VIAJE (I) | Mi vida en una mochila
¡Ahhhhhhhhhhhh! Se me puso la piel de gallina, que lindo relatooooo, te pasaste Natiiiiii. Yo todavía no tuve mi primera vez con un desierto, seguro me pase lo mismo. Me lo imagino muy imponente. ¡Genial genial geniaaaal!
Cuando te pase tendrás que contarlo! De hecho, ahora quiero más primeras veces! (creo que voy a poner eso en el próx preguntero!)
Pingback: Veo Veo #6: Un Encuentro
Muy intensa, esa sensación de tenerlo ahí y querer una noche más… y prometer que se repita… ahhhhh, el desierto!
Pingback: Veo Veo: Un encuentro, miles de encuentros | Ir Andando
Pingback: Veo Veo: ¡un encuentro! | Con los pies por La Tierra
Pingback: Veo veo: encuentros en plural | LaZapatilla
Pingback: #VeoVeo: Un Encuentro | Soñando por el Mundo
Pingback: Veoveo#6: Encuentro en la última frontera | Hey Hey World
Reblogueó esto en bibliotecadealejandriaargentina.
Qué bueno! Yo confieso que tardé un poco más, no fue a primera vista lo mío, pero este año, felizmente, puedo decir que me amigué con el desierto y ahora nos llevamos bárbaro 😉
Pingback: Veo Veo #6 “Un encuentro”: Entre Malucos y Galeras |
wow!
Desiertos como amor. ¿No? Tienes que contarnos todas las primeras veces de desiertos 🙂
U otras primeras veces.. =)
Nati hermosísimo lo que escribiste!
Gracias Tati!
la primera vez en el desierto es algo que no se puede olvidar, estoy de acuerdo!!!!
Compartis experiencia? =)