«Sólo la naturaleza demuele sus propias obra: el huracán, la tempestad; aquí está vivo el genio de la naturaleza que hizo las maravillas de las selvas, y las repite y multiplica todos los días. Los escombros van desapareciendo bajo las sombras de otros suntuosos y magníficos edificios. La artista no demuele sus obras sino para mejorarlas, y para ellos recibe fuerzas y poderosos elementos de la descomposición de las mismas ruinas que ha esparcido a sus pies.»
«Cumandá», Juan León Mera.

Dejé la bici en Guayaquil y volví a Quito. Siempre vuelvo a Quito. Vinieron mis papás a visitarme (qué lindo verlo a mi papá después de más de un año…), estuvo la Feria del Libro, imprimí más libros, me reencontré con amigos. Y fui a subir el Rucu Pichincha, una de las montañas que rodea a Quito. Primero: teleférico. Después: caminata. Después del después: casco y a escalar. Pero antes nos sentamos a comer algo, a descansar, a ver.


Mientras estaba allá arriba, mirando la montaña y con Quito a mis espaldas, empecé a notar el silencio del lugar. De repente, aves, el viento, conversaciones a lo lejos. Y me acordé del olor a leña que sentía cada noche en la Hacienda El Porvenir, del color del pelaje de los caballos que veía por las mañanas y de un montañista hablando del respecto que hay que tenerle a las montañas, ya que son ellas las que deciden si uno sube o no.


También me acordé de los pájaros, las ranas y los insectos que escuchábamos en el Cuyabeno, de la espesura de la selva que rodeaba el río, de la lluvia que golpeaba el techo de la pieza por la noche, de los contornos de los monos en lo alto de los árboles. Esos días aprendí que, aunque a simple vista todo pareciera igual (verde, frondoso, tranquilo), si uno presta atención, la naturaleza se deja ver, escuchar y oler. En el Cuyabeno aprendí a mirar despacio para encontrar sapitos, arañas, polillas y lagartijas; aprendí a reconocer las oropéndolas y los quisquidíes por su sonido, los tucanes y los guacamayos por su contorno y los hoatzines por su cresta; aprendí sobre la gente que fue mudada por empresas petroleras y gente que se resisten a ellos. En el libro «Cumandá» dice «Al principio te sorprende y apabulla, luego se convierte en monotonía, y más tarde en una modorra tranquila que te seda». Así se siente estar en el Cuyabeno. Así se siente estar en la selva. Una sucesión que no tarda mucho en suceder.
En el Cajas la altura me cerró el estómago, el frío me caló los huesos por la noche y el paisaje de páramo me daba cierta sensación de desierto. Durante el día: sol y viento. Por las noches: luna y viento. Cuatro días sirvieron para entender todo: el sol, el viento y las nubes. Y también para mirarme cara a cara con un terneto, para disfrutar -si puedo agregarle un significado a esa palabra- mojándome los pies en los humedales, para buscar flores silvestres entre los pastos y jugar a deshojar quewiñas. Camino al Quilotoa pensamos que iba a llover por la cantidad de nubes que había, pero una mujer nos tranquilizó: “Hay viento, eso significa que no va a llover”, y su sonrisa sin razón me hizo pensar por qué no pueden ser los sentimientos un sentido más, si también nos permiten percibir lo que nos rodea.



Después empezamos a escalar, y sentí una adrenalina que hacía mucho no sentía, desde la última vez que había escalado tal vez: una concentración que sólo me permitía estar en ese momento espacio-tiempo, que me conectaba con todos los sentidos y me tenía concentrada en poner los pies en el lugar correcto paso a paso, de agarrarme del hueco justo en cada movimiento. Una adrenalina que reducía todo mi mundo a esa pared de piedra, que transformaba el abismo a mis espaldas en un mundo lejano.

Esa tarde, a más de 4.000 msnm, pesaba en el silencio de la naturaleza, y me acordaba de otras veces, contadas con los dedos de una mano, en que creí ¿escuchar? el silencio. Para mí el silencio tiene un sonido. Así que esa tarde lo decidí: la naturaleza no tiene sonidos: tiene sentidos.
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