Reflexiones

EL FINAL Y EL COMIENZO

Y empezó el viaje. Después de tanto postergar y patear y correr días y cambiar fechas y poner excusas y estirar la partida, finalmente me fui. Aunque el tren se transformó en colectivo, aunque terminé directamente en Salta y nunca pasé por Tucumán, aunque me fui a las 22:15hs y no a las 20hs, me fui. 
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Ese lunes fue una mezcla de sensaciones: relax, despedidas, preparación, nervios, ansiedad, felicidad, nulidad y más ansiedad. Aunque tenía el 80% de los bolsos preparados, ese 20% final es el que más tiempo lleva. No se por qué, pero me suena a deja vú, a regla de Pareto o algo así. La cosa es que el lunes, mientras arreglaba unos aritos, mi cabeza comenzó a divagar. Y claro, para arreglar los aritos uso mis manos, así que la mente me quedó libre para pensar. Y pensar, en un momento como ese, a horas de irme, no se si era lo más conveniente. A nada de empezar el viaje, mi cara no denotaba nada. O sí, denotaba cara de perdida, el corazón acelerado, la mirada vacía. la cabeza hecha un remolino de pensamientos, y el corazón un mar de emociones. Es que, mientras yo estoy en mi pieza, escucho la música venir del patio mientras mi hermano limpia su moto y, del otro lado, escucho la tele prendida en la cocina mientras mi mamá me cose un botón a mi (eterna) campera gris. En ese exacto momento, algo entre un escalofrío, un rayo de tristeza, un sentimiento de nostalgia por adelantado y un no se qué de miedo o inseguridad me invadió: ¿para qué me voy? ¿por qué? Si ahora estoy tan lejos del momento en que decidí irme de viaje, y cómo me siento ahora es tan diferente a ese entonces, ¿por qué mantengo la decisión en pie? ¿qué sigue motivándome a irme? ¿o qué me lleva a no quedarme? No me fui, y me agarra un arrebato de extrañar esa cotideaneidad en familia que hacia mucho, mucho, no tenía tan a diario.
 
Pero me voy de todas formas. Los nervios, ataques de ansiedad, el corazón latiendo a mil, la mirada perdida y la sonrisa de felicidad implacable quieren decir que estoy bien, son mis signos habituales antes de un gran viaje, ante la incertidumbre de lo que será y pasará, y ante la certeza de cómo sera: genial.
 
Y no puedo creerlo: unos días antes de irme mi tía me preguntó por qué, como puede ser que no pueda creerla si siempre quise hacerlo. Y tiene razón, pero de todas formas no puedo creer que finalmente se dio así, como tantas veces lo soñé: por mi continente, sin fechas, sin pasajes, sin día de retorno, sin ataduras, sin rutas. A mi propio ritmo, gusto y ganas. Trabajando en lo que hace rato quería. Haciendo lo que me gusta.
 
Y estoy contenta. Se que aunque me de pena irme, que aunque me gustaría ver una peli más con mi hermano, juntarme una tarde más con mis amigas, salir a caminar una vez más con mi mamá, ir a comer pizzas a ese lugar donde las hacen tan ricas una noche más, tener un asado familiar una vez más, jugar con mi perra un rato más, ya está. Ya es hora. Y por otro lado, sentir que me da pena irme es bueno, es muy bueno. Muchas veces me preguntan si extraño, y me doy cuenta que mi sentimiento está dividido. Los extraño, sí, porque los quiero, porque forman parte de mí. Pero por otro lado, la distancia me enseñó a valorar todo eso que no tengo a diario. Como dice esa frase bien cliché, uno aprende a valorar las cosas cuando no las tiene. Creo que es bueno alejarse, irse de vez en cuando. Uno se da cuenta que las cosa las valora no por costumbre, sino que las quiere con razón, porque son importantes para nosotros, por el valor y el significado que tienen para nosotros. No me voy porque no extrañe o porque no los quiera o porque no me importen o porque no los necesite. Irme no me hace olvidar de las personas, sino todo lo contrario: me hace dar cuenta qué y quienes son importantes, me hace quererlos cada día más.
 
Significa que la pasé bien, que lo disfruté, que aproveché cada momento, que volví a vivir en casa como hacía años que no lo hacía, a tener un poco mi vida de nuevo en Rafaela. Significa que son importantes, las personas y los momentos, que mi casa sigue y siempre va a seguir siendo un lugar para mí, que aunque nunca entienda bien qué significa extrañar, es bueno, porque eso que extrañamos dejó una huella en nosotros.
 
La parte fea de irme, como siempre, son las despedidas. Pero porque no me gustan las despedidas tristes, o cuando parece que nunca más nos volvemos a ver. Prefiero esas despedidas felices, porque sabemos que tarde o temprano nos volvemos a ver, que la distancia es sólo física, y existe si la creamos nosotros. Prefiero esas despedidas de abrazos, sonrisas, besos, un te quiero mucho y cuidate, pero que no diste tanto de una despedida normal., a lo mejor un poquito más larga para que me dure varios días y varias despedidas, y para que cada mañana pueda convertir ese beso y abrazo en un saludos de buenos días. Prefiero esas despedidas felices, por la seguridad de que nos vamos a ver más pronto que tarde -tal como me dijo mi mamá-, porque sabemos que la próxima seremos mejores personas, o estaremos más felices, o habremos crecido aunque sea un poquito, o porque tendremos mucho de que hablar y muchas ganas de abrazarnos y reínos juntos. Las despedidas con lágrimas me ponen un poco triste, me hacen sentir un poco culpable por irme, por dejar ese espacio, porque soy yo la que me voy. No es que nunca haya llorado con una despedida, pero es que entre tantas despedidas individuales, grupales, con amigos, con familia, me di cuenta que las despedidas con lágrimas me hacen sentir que ese abrazo es un último abrazo, un hasta siempre y quién sabrá cuándo volveremos a vernos. En cambio, las despedidas con sonrisas, aunque también muchas veces son “quién sabe cuándo volveremos a vernos”, incluyen un “yo sé que volveremos a vernos”, ese abrazo es largo porque tiene que durar mucho, y la despedida es sólo un “hasta pronto”.

Me gusta ver este blog como un espacio en el que compartir mis viajes para animarte a que vos también te lo hagas. Vas a encontrar historias, fotos, info útil y consejos para te animes y des el primer paso.

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